LOS OJOS SECOS
A Pedro Saad
Desde el amanecer sintió un vago malestar. Después fue un ligero dolor en el vértice del corazón. Se tomó el pulso, mirando su reloj de pulsera: normal. "Será, tal vez, el café". Había tomado taza tras taza para mantenerse en vigilia. Pero aunque el corazón marchaba bien y el dolor se presentó, fugaz, sólo una o dos veces más, no logró disipar la extraña sensación. Apenas había avanzado una página en su trabajo y ahora la estilográfica yacía sobre la mesa. Combatiente siempre listo, su imaginación concibió enseguida el símil. "La pluma caída, como el fusil abandonado de un soldado muerto". Rió de sí mismo y volvió a tomar la pluma. "Sólo está herido; vuelve a empuñar el arma".
Algo no marchaba. No acertaba a continuar su trabajo. "Son mis nervios; necesito descanso". ¿Qué descanso? Podía tenderse en el catre y dejar correr las horas sobre su cuerpo. Pero, bien lo sabía, no eran sus músculos los que precisaban descanso: era su mente sobreexcitada, vigilante como un centinela, ávida del mundo exterior. Y esa tensión se volvía depresión ante la monotonía de las horas, la lentitud de los días.
De todos modos, se tendió en el catre. "Al menos, así miro a mi mundo desde un ángulo distinto". Contempló detenidamente el cielo raso agrietado, las paredes sucias, el biombo raído que dividía la pieza en dos, los pobres muebles, una silla -una mesita-, su saco y su abrigo colgados de un clavo.
Allí terminaba todo. Afuera, la vida seguiría su ritmo agitado y cálido. "Hombres tristes, mujeres sonrientes, niños hambrientos... Y aire, el gran aire sin paredes, los trece meses con sus trece espejos". Desde el patio llegaban ruidos de faenas domésticas, mujeres que lavaban, que cocinaban, que volvían del mercado. "Si quiera pudiera hablarles, ver jugar a los niños, pelear a los perros... Nada". Desde que Cruz, el dueño de la pieza, marchaba a su fábrica, él quedaba solo, bajo candado. Al mediodía, Cruz le traía los diarios y el almuerzo y volvía a marcharse. Por la noche venía con la merienda y salía otra vez, ahora -único intermediario entre Juan Martelli y el mundo- a llevar sus opiniones al Comité Ejecutivo de la C.T.E. Cruz volvía después de la medianoche, le entregaba algún mensaje y caía extenuado en su lecho. Ni una palabra más que fuera su nervioso monólogo.
"Hoy son treinta días entre el biombo y el cielo raso. Nada más existe: mi cabeza, el biombo y el cielo raso". Desde que se proclamara la dictadura y se iniciara una política de feroz represión, el dirigente sindical Juan Martelli fue puesto a precio. La noche siguiente al sorpresivo golpe de Estado lo condujeron a este refugio. Pensó que el aislamiento le serviría para realizar el estudio que planeaba sobre la realidad económica del Ecuador. Pero poco había hecho. Las condiciones no eran muy favorables. Tenía que escribir a mano porque el tecleo de la máquina habría despertado sospechas. No podía correr ningún riesgo. El plan del Gobierno era declararlo extranjero peligroso y expulsarlo del país. Aunque él viniera de Italia a los dos años y hubiera optado legalmente por la nacionalidad ecuatoriana, al llegar a su mayor edad.
Ahora alguien silbaba una triste melodía. Martelli recordó la letra: "Para mí tu recuerdo es hoy como la sombra -del fantasma- a quien dimos el nombre de su adorada". Había escuchado cantar a Rosa, con esa su voz grave de acento romántico. Le gustaba oírsela mientras ella partía su pelo en dos mitades, y él, acostado, leía los diarios. Juanillo llamaba corriendo. "Ya, papito, levántese". Lo hacía subir a la cama, jugaba con él unos minutos y entraba al baño, silbando el pasillo melancólico. Todo estaba perdido. ¿Perdido para siempre? Ya volvería el tiempo perdido. Rosa cantaría. Juanillo jugaría, todo como antes...
No, ya no sería posible. Lo perdido, perdido estaba. Había terminado la lucha serena, consagrada a la organización. "Ahora nos cazarán como a ratas. Ahora Rosa vivirá con su corazón perseguido. La vida peligrosa, insegura. La vida oscura, el sol lejano..."
¿Qué haría ella en este instante? Extendió las manos y acarició en el aire su silueta. Treinta días sin verla, treinta días. La noche que lo trajeron a su encierro, ya no pudo volver a su casa. Sólo escribirle cuatro letras al reverso de una hoja volante: "Rosa, mi amor: Hasta reconquistar la libertad, te llevo en mi corazón. Tú y Juanillo, camaradas queridos, esperarán mi regreso, con los puños cerrados y los ojos secos".
¡Ah, el milagro de ese hijo suyo! Primero hubo un aborto. "No, Rosa, no podemos tener un hijo. Después quizás. Cuando tenga alguna entrada fija. Era un decir, en realidad no quería tenerlo jamás. Para su vida de luchador, pensaba, sería un grave obstáculo. No fue fácil convencer a Rosa: "Nuestro primer hijo, Juan, ¿Cómo vamos a matarlo?". Él no insistió, se mantuvo silencioso y sombrío. Al cuarto día, ella se le acercó: "Hagámoslo, Juan. Que Dios no nos castigue por esto".
El terrible día, él la vio internarse en la sala de operaciones, tendida como muerta en su camilla. La sonrisa triste con que se despidió, lo hizo estremecer. Escuchó su gemido cuando le aplicaron la anestesia. Después, nada que no fuera el tic-tac del reloj, que parecía instalado en su cerebro. Cuando volvió la camilla y él se levantó, observó que habíase clavado las uñas en las manos. Y al despertar, ella se abrazó a él, como perseguida. Deliraba: "Qué lindo nuestro hijo, Juan. Igualito a ti". Seguía sonando el reloj en su cerebro. Siguió sonando horas, días, semanas...
Y cuando otra vez, doliente, vacilante, aterrada, ella le dijo que estaba encinta, él nada respondió: "¿Tenemos que hacerlo, Juan?". No, no lo harían más. "Si aborta, pensó, es como si se matara. Es la sangre de ella la que se derrama".
Así llegó Juanillo. ¿Habría seguido riendo y jugando en estos treinta días? Así lo veía en su imaginación, así quería verlo siempre. ¿Y cuándo creciera? Pero eso estaba tan lejos... Ahora no era más que Juanillo: la alegría, la risa, el ensueño...
Alguien se había detenido junto a la puerta. Miró el reloj: las once y media. Demasiado temprano para que fuera Cruz. Sin embargo, era él. Entró con su paso lento y su mirada vaga.
-Compañero, ha pasado algo...
Juan Martelli se incorporó en el lecho.
-¿Qué?
-Su hijo...
Era de Juanillo que le hablaban. Le hablan porque el había estado evocándolo. ¿Su hijo, qué?. Juanillo jugaba, Juanillo reía.
Nada decía, no tenía que decir. Sí, Juanillo era hijo suyo y de Rosa. Eso era todo.
-Lo atropellaron... lo van a operar... Fue el camión de la Guardia Civil...
Cada frase caía rítmica e implacable, cada una más dolorosa que la anterior: como latigazos. Otra vez el reloj en su cerebro. Otra vez el gemido de Rosa. Otra vez su sonrisa triste. Otra vez sus palabras supersticiosas: "que Dios no nos castigue por esto".
Y Cruz seguía blandiendo el látigo. Una hora antes fue. Juanillo había salido con la cocinera, a la tienda de enfrente. Al parecer, ella estaba en el complot, que consistía en secuestrar a Juanillo. Un oficial habíale dado caramelos y se lo había llevado hacia el camión, mientras la cocinera se entretenía en sus compras. El oficial alzó en brazos a Juanillo y lo trepó al vehículo. Entonces, el niño se asustó. Habíase arrojado al suelo y emprendido la carrera para atravesar la calle y volver a casa. Tal vez no fue intencional, tal vez el chofer ya iba a emprender la marcha, ello fue que atropelló al pequeño.
Calló Cruz. Martelli se sentó a plomo en el techo, la vista baja, los codos apoyados en los muslos. De soslayo veía a Cruz. "Está allí, es su voz la que le escuchado, es de Juanillo que me ha hablado. No juega, no ríe. Pero vive, vivirá... Volverá a jugar, volverá a reír...".
-¿Dónde es la herida?
Cruz se encogió de hombros. No lo sabía, sólo que estaba un poco grave.
-Pero con la operación ha de quedar bien. Ahora hacen muy buenas operaciones. Cálmese camarada. Lo que querían era secuestrarlo. Les falló el golpe.
Les Falló, sí. Pero su sangre pura se derramaba cálida. "La sangre de Rosa". Y como años atrás, las entrañas desgarradas, ella estaría sintiendo la mano de Dios dirigiendo su vida. Y él estaba lejos, extraño al dolor de esos seres amados.
-¡Dónde está?
-En el Hospital Eugenio Espejo.
Martinelli preguntaba mientras por su mente desfilaban otras ideas: alguien hablaba por él. "Con sus ojos caídos. Rosa estará viendo el corazón de su hijo abierto, sus estrellas que se apagan... Que se apagan..."
-¡Se apagan...? -inquirió, hablándose a sí mismo; luego, volviendo a la realidad, agregó: -Está grave, Cruz, verdad?
-Dicen que está un poco grave, pero que ha de sanar. Me voy a traer el almuerzo y le he de averiguar cómo sigue. Estese tranquilo.
Martelli se tendió en el catre y cerró los ojos "Todo es real: mi soledad y su sangre. Pero también mi voluntad..." Su férrea voluntad, que se imponía en la lucha, que agrupaba a los hombres, que hacía temblar las ciudades, que vivificaba los campos: esa su voluntad de acero, salvaría a su hijo. "Él tiene que vivir porque yo tengo que morir".
Vio a Juanillo jugar como antes. "Como antes y como siempre". Una leve sonrisa se dibujó en sus labios. El dolor del corazón había desaparecido. Todo volvía a ser como antes...
Después de una hora regresó Cruz.
-Camarada- dijo mientras ponía el almuerzo sobre la mesa- ya operaron al niño. Nada le ha pasado. Ya ha de sanar.
Hambriento, Martelli se sentó a la mesa. Comenzó a comer con silencio, la vista baja. De pronto, miró fijamente a Cruz y éste no pudo resistir su mirada.
-¿Qué pasa, Cruz?
Cruz movió nervioso las manos.
-Hable. Dígame qué pasa -insistió Martelli.
Cruz alzó tímidamente la vista. Su voz tembló al contestar.
-Nada, camarada. Ya ha de sanar. Dicen que es un poco grave no más...
-Está peor después de la operación ¿verdad?
-Bueno, peor mismo no está, pero... claro, todavía no sana.
La respuesta ambigua volvió a alterar los nervios de Martelli. "Necesito verlo porque mi presencia lo ha de curar. No tengo miedo, no. Nada puede ocurrirle. Mi hijo tiene que vivir porque yo tengo que morir. Pero tengo que verlo para que pronto vuelva a reír, a jugar...
-Me voy a verlo, Cruz.
-No, camarada, no puede hacer eso. Martelli se había puesto en pie y tomaba su saco y su abrigo. Se mojó un poco el pelo, se peinó y se puso unas gafas oscuras.
-No tema, compañero, nada pasará. ¿No ve que estoy sereno? Pero necesito ver a mi hijo porque si no, estoy inutilizado.
Corrió el picaporte y salió al patio. El mediodía quiteño, rojo de sol, limpio de nubes, vigorizaba los huesos como un baño de mar. "La luz limpia, el aire sin paredes: la luz y el aire de Juanillo". Atravesó el patio y salió a la calle. Dos muchachitos que llegaban corriendo se le atravesaron y estuvo a punto de derribarlos. "Más o menos de la edad de Juanillo. Como pase todo, lo ente a este patio para oírlo jugar desde esa horrible pieza".
Al cruzar con algunas gentes de andar lento, lo asaltaron las dudas. ¿No estaba cometiendo una irrele locura? ¿No estaba dejándose dominar, como mujercita, por razones sentimentales?
Nada pasaría. Bastaba con seguir tranquilamente las calles menos transitadas. En efecto, nadie reparaba en él. Se hablaba de un vasto espionaje desperdigado en toda la ciudad, pero él nada sospechoso notaba. "La te es exagerada e histérica". Iba llegándose una serenidad que era casi alegría tras la angustia del primer momento. "Pero necesito verlo, necesito verlo desde antes del atropello. Necesito saber que va a seguir jugando, que va a seguir riendo. Entonces podré trabajar a conciencia, entonces seré más útil".
Había llegado. Doblando a la derecha, estaba el hospital. Avanzó a pasos lentos, la cabeza baja pero vigilante. Ya estaba frente a la amplia puerta: nada, el mismo tránsito de vehículos, las mismas gentes en pos de sus enfermos.
Lo sintió venir. Faltaban cinco metros para llegar a puerta cuando se le juntó. Sí, lo estaban esperando.
-Señor Martelli, acompáñeme.
Martelli se detuvo. En un acto inconsciente se quitó las gafas y miró al pesquisa con sus ojos tristes.
-Sabe a qué vengo? El policía miró al suelo.
-Sí, pero... tengo que llevarlo. Martelli midió la distancia. En vano sería correr pues tendría que detenerse a averiguar la pieza de su hijo y volverían a atraparlo.
-Aquí tengo cincuenta sucres. Déjeme entrar y se los daré. No huiré. Sólo quiero verlo-. Su voz firme y sin desquicio, con un tono súplica: viendo la vacilación del pesquisa, insistió. Mi palabra de honor, uqe no intentaré huir. Acompáñeme usted hasta allá.
El pesquisa le restregó las manos. Martelli veía que era su momento.
-Aquí tiene los cincuenta sucres-. Le extendía la mano cerrada, qué apretaba el billete.
Ahora el pesquisa lo miró largamente a los ojos para querer impregnarse de su mirada.
-No me dé nada -dijo al fin-. Entre. No tarde más de cinco minutos.
Le dio la espalda y marchó en dirección a la verja. Martelli siguió. Raudo, atravesó el patio, que le pareció un desierto hostil.
-¿El niño Martelli, Juan Martelli?
-En el pensionado, pieza número treinta, por la izquierda.
Avanzó apresurado. Sólo disponía de cinco minutos. Miraba los números de las puertas: 12 - 14 - 16 - 18 - 20.
-¡Alto! Primero, había escuchado pasos pero había seguido adelante. Al oír el grito, supo que era con él. Se detuvo un instante y luego quiso seguir. Ya era tarde: cuatro férreos brazos lo sujetaban. A su derecha estaba el pesquisa que le permitiera entrar; a su izquierda, jadeaba un hombre gordo de rostro agresivo, que lo miraba con ojos triunfales. Adelante, a pocos metros, la pieza número 30. Se le acercaban los guarismos hasta instalarse en su cabeza: 30-30-30, "30, pieza 30".
-Está detenido, señor Martelli --dijo el hombre gordo; hablaba como ladrando, como maldiciendo-. Venga con nosotros.
Martelli miró al pesquisa y éste bajó la cabeza, avergonzado.
-Es el subjefe -le musitó al oído
-Bueno ¿qué esperamos? -El subjefe presionaba el brazo de Martelli.
-No voy a huir, señor... -Esta última palabra le salió dificultosamente, pensando que con ella halagaba al delator. Sólo quiero ver a mi hijo... un minuto.
-Siento mucho, pero... usted está detenido-. Su tono seguía siendo de maldición; una sonrisa diabólica animaba sus labios.
Martelli comprendió que no había esperanza. "Lo que hace es tan querido como sería para mí entrar en la pieza número 30".
Balanceándose como dos naves azules, dos hermanas de la caridad aparecieron en el extremo del pasillo. Martelli las veía acercarse, indiferente. Se volvió a mirar la puerta de la pieza con sus cifras hostiles, y como en una despedida, rugió:
-¡Rosa!
-Vamos, vamos-. El subjefe aumentaba la presión de su mano.
Las religiosas estaban junto a ellos. Al ver sus rostros, una esperanza nació en Martelli.
-Quiero ver a mi hijo- exclamó mirando alternativamente a una y otra-. Está allí en esa pieza. Saldré enseguida.
Las dos mujeres lo miraron con simpatía.
-Déjenlo -dijo la una hablando a los policías; sonreía levemente, casi sin quererlo: como la Gioconda.
-No puedo, Sor Angélica, no puedo-. El subjefe hablaba sin mirarla. Remeció con fuerza el brazo de Martelli, pero no se atrevió a arrastrarlo, consciente de su ridículo ante el ruego de la hermana. Se limitó a mirar furioso a su subalterno.
Cautelosamente, sin que nadie lo notara, la otra hermana había deslizado hasta la puerta número 30, la abrió y se introdujo en la pieza.
-Es un enemigo del Gobierno y un hereje-. El subjefe se agitaba en su afán de convencer a Sor Angélica.
-Aquí ha venido como padre, a ver a su hijo. Permítale -dijo ella, dulcemente-. En nombre de Dios...
El subjefe soltó el brazo de Martelli. Furiosamente se pasó las uñas por el cráneo. Querían arrebatarle su placer. Pero le hablaban en nombre de Dios... Tal vez tendría que acceder...
Entonces apareció Rosa, seguida por la otra hermana. Martelli, que tenía los ojos fijos en la puerta, la vio aparecer triste y pálida. "Como el día del aborto. Y el número 30 sobre su cabeza es un signo siniestro".
Inmóvil, Rosa le lanzaba una mirada quieta, con sus ojos enrojecidos. Al oído le murmuró la religiosa:
-Sonríale, por Dios, sonríale.
Pasándose la mano por la cara, para ocultar el movimiento de los labios, Rosa preguntó:
-¿No le digo nada, entonces?
-¿No ve cómo está, desesperado?
La hermana la tomó de los brazos y la fue empujando hacia su marido. Y otra vez le rogó: "Sonríale". Y entonces, milagrosamente, en el rostro mortal de Rosa se abrió una sonrisa que iluminó todo el cuadro.
-¡Juan querido!
Lo había tomado de las manos y se las acariciaba rápida y vehemente: como el agua sobre la piedra.
-¿Juanillo...?
-Oh, ya está bien-. Rosa mantenía su sonrisa, su mirada límpida.
Martelli cerró los ojos, bruscamente, como si cerrara la ventana de su alma. Volvió a abrirlos. Ahora, todo estaba como antes. "Rosa cantará. Juanillo jugará. Y no existe el número 30. No ha existido nunca".
-Déjelo entrar -rogó Sor Angélica.
Ya el subjefe estaba vencido. Alzó la cabeza para decir que sí, pero se encontró con las miradas angustia- das y suplicantes de las dos mujeres que acababan de salir. La religiosa movió la cabeza negativamente. "No", leyó en el movimiento de sus labios. "No". Le decían los ojos aterrados de Rosa. Vagamente comprendió.
-No es posible -gruñó-. Vamos, señor.
Martelli sonrió despectivamente. Rosa se le aproximó y lo besó en los labios y en los ojos.
-Juan querido, no temas. Te esperamos con los puños cerrados y los ojos secos.
Él la miró, alegre y orgulloso, a pesar de las lágrimas que le brillaban en los ojos. Custodiado por los dos policías, dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Desde el extremo, se volvió, agitó la mano y gritó a su mujer:
-¡Besa a Juanillo por mí!
Y volviéndose al subjefe:
-¿Qué podía esperarse de usted? ¡Un policía, al fin! Si acaso tiene un hijo, recuerde lo de hoy...
El subjefe lo miró de soslayo. Pareció ir a decir algo, pero se limitó a apretar el paso, mascullando algo ininteligible.
Cuando hubieron desaparecido, Rosa estuvo a punto de caer. Sostenida por las hermanas, penetró a la pieza y estremecida por los sollozos, fue a cubrir de besos el cadáver de Juanillo, cuyas manos cerró después, murmurando:
-Con los puños cerrados y los ojos secos...
De luto eterno y otros cuentos.