Pobre mi madre querida
A finales de los años sesenta, el poeta Jorge Enrique Adoum regresó al Ecuador, después de mucha ausencia. No bien llegó cumplió con el ritual obligatorio de la ciudad de Quito: se fue al estadio, a ver jugar al equipo del Aucas. Era un partido importante, y el estadio estaba repleto.
Antes del comienzo, se hizo un minuto de silencio por la madre del árbitro, muerta en la víspera. Todos se pusieron en pie, todos callaron. Acto seguido un dirigente pronunció un discurso destacando la actitud del deportista ejemplar que iba a arbitrar el partido, cumpliendo con su deber en las más tristes circunstancias. Al centro de la cancha, cabizbajo, el hombre de negro recibió el cerrado aplauso del público. Adoum pestañeó, se pellizco un brazo: no podía creer. ¿En qué país estaba? Mucho habían cambiado las cosas. Antes, la gente sólo se ocupaba del árbitro para gritarle hijo de puta.
Y empezó el partido. A los quince minutos, estalló el estadio: gol del Aucas. Pero el árbitro anuló el gol, por fuera de juego, y de inmediato la multitud recordó a la difunta autora de sus días:
—¡Huérfano de puta!— rugieron las tribunas.
El fútbol a sol y sombra
Eduardo Galeano.